24.3.09

Representar lo invisible y lo posible: la docencia como escritura (1)

Me gusta pensar la docencia como una actividad de escritura. No es enseñar ni facilitar que otros aprendan, es participar en una escritura continua. El sujeto de la educación anda como el Ulises de Homero, la escritura es su casa. En la escritura las inteligencias se encuentran, las conversaciones se desarrollan, las lecturas se ramifican, el cuerpo puede sentir lo que siente, las finalidades se expresan y los rincones de lo cotidiano se tejen. Nos hemos equivocado al creer que la escritura es esa caricatura del lápiz y el papel, un simple garabateo de sistemas formales, la paradójica producción de una individualidad: ¿Nunca te has preguntado por el sentido de un estudiante respondiendo un examen “escrito”?, ¿Te has preguntado por el sentido de ti mismo en esa escena?


La docencia como escritura es un acto político. Me refiero a comunicar imágenes, metáforas, analogías, argumentos, interpretaciones, dar voz a nuestras voces: explotar el mundo posible de las representaciones. Historizar, poetizar, analizar, sistematizar, teorizar, narrar, sublimar, codificar, formalizar, fantasiar y más. Es un acto político desde el momento en que el mundo educativo que habitamos está vacío de escritura. O, más precisamente, está cercado por escrituras autorizadas: un enorme y gris aparato burocrático de formatos y planes, pruebas y certificados, políticas y reglamentos, programas de estudio y manuales, registros escolares y toda la chorcha de los expertos que encarnan de vez en cuando esta maquinaria. Si la escritura es la posición activa que los colectivos asumen en la construcción de sus propias representaciones, nosotros, los que vivimos la educación, alumnos y docentes, hemos sido enajenados de ella.


El aula, lugar donde se escribe en el pizarrón y en las libretas, donde las plumas y los gises vuelan por horas, y para el cual un torrente de letras más se redactan, es sin embargo una página en blanco para sí misma. Hasta los salones de preescolar, con su registro de adornos de colores, de letras y números gigantes, son escrituralmente más cálidos que las indiferentes aulas universitarias en las que no queda huella del sujeto (salvo por las paletas de madera grabadas, me recuerda Manuel). Cada ciclo escolar es una historia, una épica, una aventura que se tira a la nada bajo el arbitrario y engañoso criterio de “generar conocimientos”.


Hemos aceptado la condición de que los apuntes de clase, los pizarrones llenos, las tareas, ensayos, investigaciones, materiales de estudio y reportes de lectura no tienen nada que decir. Hemos optado por una escritura que en nada nos ayuda a mejorar nuestra escritura del mundo, una escritura predecible (¿Cómo habría exámenes de otro modo?), una escritura que deja intacta nuestra propia práctica, en fin un contra sentido de escritura.

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